Los videntes de Fátima
«Sin amor ningunos ojos son videntes.» / Miguel Torga
«Dispersó a los soberbios y enalteció a los humildes» (Lc 1,51-52)
La vida de Lucía, de Francisco y de Jacinta, pequeños pastores de Fátima, es una historia de gracia y misericordia. En estos niños vemos actuar la misma fuerza paradójica que sella toda la historia de la salvación: la desproporción infinita entre la historia de los soberbios y de los poderosos, con sus esquemas, estrategias y conflictos, y la historia de los humildes que, en la verdad de su existencia, son invitados por Dios a ser fermento de transformación de la humanidad. Como videntes de la misericordia de Dios, los pastorcitos enseñarán el mensaje que acogieron a través de sus vidas sencillas. Son constituídos testimonios de la presencia del amor de Dios, de ese Dios que es Amor (1 Jn 4,8), exponiendo al mundo su rostro misericordioso que convertirá sus vidas en un reflejo de aquella Luz, que era el propio Dios, en la cual, a la sombra de una encina, la Señora los hizo ver a sí mismos (M 174).
«Creciendo en sabiduría, estatura y gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52)
Nacidos en Aljustrel, pequeño lugar de la Parroquia de Fátima, al inicio del siglo XX, los hermanos Francisco y Jacinta y su prima Lucía crecen en un ambiente familiar modesto, en una tierra salvaje, tranquila y aislada. No sabían leer ni escribir, y poco sabían de geografía, de historia y del pensamiento del mundo que se encontraba más allá de su sierra. Recibieron una educación cristiana muy simple, como era de esperar en el ambiente serrano en el que vivían. La madre de Lucía introdujo a su hija y a sus sobrinos en la catequesis, y es la propia Lucía quien, un poco mayor que los primos, les contará las historias bíblicas y enseñará las oraciones que aprendiera con su madre. Con todo, a pesar de la simplicidad de su iniciación cristiana, los padres no dejaron de ofrecerles un ejemplo de vida de fe comprometida: la participación dominical en la Eucaristía, la oración en familia, la verdad y el respeto por todos, la caridad para con los pobres y los necesitados.
A los siete años Lucía comenzó a pastorear el rebaño de la familia. Algún tiempo después, son los primos los que piden para acompañarla, guardando también el rebaño de sus padres. Los tres pasaban gran parte de su tiempo en la sierra con las ovejas, distraídos en la alegría de su infancia.
Lucía era una niña despierta para el amor de Dios. Aún con seis años, al recibir por primera vez el Cuerpo de Cristo, no duda en hacer su prez: «Señor, hazme santa, guarda mi corazón siempre puro, para ti solo» (M 72). El deseo íntimo de ser totalmente envuelta por el abrazo de Dios será el trazo continuo del camino que recorrerá.
Francisco, por la mirada contemplativa con la que alimentaba el silencio interior, tocaba la naturaleza como quien toca la creación y se deja bañar por la belleza del Creador. La paz que de ahí bebía la transmitía a sus compañeros, para los cuales era señal de concordia, incluso en la ofensa y en la desavenecia. Se dejaba encantar con el nacer y la puesta del sol, que era su “Candil” preferido, el “candil de Nuestro Señor” (M 173).
Jacinta prefería el «candil de Nuestra Señora», la luna, que no hacía que doliera la vista. La pequeña acompañaba de cerca a su prima Lucía, por quien tenía un gran cariño. Apreciaba las flores que la sierra le ofrecía, cogiendo en ellas toda la alegría de la primavera. Le gustaba escuchar el eco de su voz en el fondo de los valles, que le devolvían cada Avemaría que ella los invitaba a rezar. Abrazaba a los corderos, los llamaba por el nombre y caminaba en el medio de ellos con uno en el colo «para hacer como Nuestro Señor» (M 44).
Vivían con intensidad, como solo los niños sabían hacer.
Rezaban también. Los padres les habían recomendado que rezasen el rosario después de la merienda, lo que ellos no dejaban de hacer, como un hecho muy propio, recorriendo las cuentas del misterio con la simple evocación de las avemarias, para finalizar con un profundo y grave padrenuestro (M 43-44). La oración simple de quien invoca un nombre. De esta persistencia de invocar el nombre de Dios, incluso con la presa infantil de quien quiere saltar, germinará un don de una vida acogida y ofrecida en sacrificio.
Y, así, Lucía, Francisco y Jacinta crecían en sabiduría, en estatura y en gracia.
«Felices los puros de corazón porque verán a Dios» (Mt 5, 8)
Cuando en una tarde primaveral de 1916, después de su simple oración, los pequeños pastores avistaron, sobre los árboles, «una luz más blanca que la nieve, con la forma de un joven, transparente, más brillante que un cristal atravesado por los rayos del Sol» (M 169), nada les haría suponer que aquella luz con forma humana fuese el Mensajero de la Paz de Dios que los iría introduciendo en su escuela de espiritualidad y de oración. Era de tal forma inesperado, que los pequeños pastores se sientieron arrebatados en la contemplación de aquella luz inmensa, inmeros en una atmósfera intensa en la que la fuerza de la presencia de Dios los «absorbía y aniquilaba casi por completo» (M 171).
Por tres veces los visistará, en la primavera y verano de 1916, el Ángel de la Paz. Sus palabras, que se grababan en el espíritu de los niños «como una luz que (los) hacía comprender quién era Dios, cómo (los) amaba y quería ser amado» (M 170), hablan del corazón de Dios, un corazón atento a la voz de los humildes, sobre los cuales tiene «designios de misericordia». Cuando enseña a los niños a rezar, el Ángel invita, antes de nada, a la adoración de ese corazón de Dios, de donde brotará la fe, la esperanza y la caridad: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo». La invitación del Ángel a la postración revela, a los ojos simples de los niños, que la adoración a Dios nace de esa actitud humilde de saberse acogido por el amor primero del Creador. De la adoración ha de brotar la entrega confiante de la fe, la esperanza de quien se sabe acompañado, y al amor como respuesta al amor inaugural de Dios, que fructifica en la compasión y en el cuidado de los otros.
La última manifestación del Ángel renueva la invitación a la adoración y se desarrola con una invitación a dar gracias, a hacer Eucaristía, y a convertirse en don ofrecido por los otros. El Ángel invita a los niños a adorar profundamente a la Santísima Trinidad, uniéndose al sacrificio de Cristo en la reconciliación de todos en Dios (M 170-171). Después, les ofrece el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ese Don primero, a la luz del cual ellos serán invitados a ofrecerse en sacrificio por todos los «hombres ingratos», por todos aquellos que no saben vivir como quien da gracias.
A partir de entonces, los pastorcitos han de vivir inmersos en esta adoración de Dios, con un deseo discreto pero convicto de transformar sus vidas en don ofrecido al Creador por los otros. Esta es su devoción.
«Apacienta mis ovejas» (Jn 21,17)
Y he aquí que surge la invitación inesperada: «¿Queréis ofreceros a Dios?» Es con esta osadía cuando una Señora más brillante que el sol irrumpe, el 13 de mayo de 1917, en la vida de los tres niños en Cova de Iria. Durante seis meses, cada día 13, la Virgen María vendrá a renovar esta invitación, por la cual los tres pastores se harán testigos humildes del corazón de Dios, en la complejidad de un mundo sufrido.
¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiere enviaros, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores? (M 174)
El fiat espontáneo de los pastores, que «la Señora acogió[…] como la primicia de su Mensaje» (CVM 36), es confirmado por la Virgen con una luz inmensa que penetró en lo íntimo de los niños, haciéndolos ver a si mismos «en esa luz que era Dios» (M 174). esta luz, con la que serán bañados también en junio, preparándolos para acoger el Secreto que en julio les es revelado: en una sucesión de imagenes desveladas por la Señora, los pastorcitos compreden que el corazón de Dios no es indiferente a la historia humana; que el pecado es indiferencia para con el corazón de Dios; que el corazón de Dios es misericordioso, aún y siempre en busca del hombre enredado en sus dramas; y que los que acogen la luz del corazón de Dios son invitados a asociarse, por la oración y por el sacrificio, a su cuidado por la humanidad.
Después en la primera inmersión en esa luz, Lucía, Francisco y Jacinta, aun saboreando los ecos de la profundidad que experimentaron, acuerdan no contar nada de lo sucedido. Pero Jacinta es tomada por la belleza de la Señora y su alegría es tal que no consigue contenerla para si sola. Ella es la primera anunciadora de esa alegría divina recién descubierta que la Señora comunicaba. Y como los discípulos de Emaús (Lc 24,32) que, delante del misterio pascual, sentían un ardor en el pecho, confiesa a los amigos: «Yo tenía aquí dentro una cosa que no me dejaba estar callada» (M 45).
La noticia de las manifestaciones de la Señora del Rosario hará su recorrido deprisa. Y si el número de los que vienen, peregrinos, a Cova de Iria no dejará de aumentar, los pequeños tendrán mucho que sufrir a las manos de aquellos que dudaban o se les oponían. Después del primer encuentro, como quien confirma el fiat de los niños, la Señora les había asegurado que tendrán mucho que sufrir. De la misma manera que los profetas (Jr 1, 19), la vocación de los niños acoge el sufrimiento como parte integrante de su misión. Serán, por muchos, acusados de fraude o de codicia. Las propias familias de los niños, exceptuando tal vez al padre de Francisco y de Jacinta, temen que ellos estén propagando una mentira y temen por su vida. En casa, y en todos los lados, son sometidos a visitas e interrogatorios incesantes y extenuantes.
Pero la provocación mayor vendrá el 13 de agosto. En la mañana de ese día, son sorprendidos por la visita del Administrador del Municipio de Ourém, conocido formador y libre-pensador. Después de interrogarlos en casa de ellos y en la casa parroquial, queriendo a toda costa que les revelen el secreto que ellos insiten en no desvelar, el administrador se propone ardiosamente conducirlos a Cova de Iria, llevándolos, entonces, hacia su casa de Ourém. Allí continúa presionando a los pequeños para que le revelen el secreto, llegando a colocarlos por algún tiempo en una celda con otros presos y a amenazarlos de freirlos en aceite. La respuesta inocente de Francisco irradia paz y alegría: «¡Si nos matan, como dicen, de aquí a poco estamos en el Cielo! ¡Qué bueno! No me importa nada» (M 146).
Devueltos a los padres el día 15 de agosto, volverán a encontrarse con la Señora de blanco el día 19, en los Valinhos, y en septiembre y octubre, en Cova de Iria. Una gran multitud se reúne en este último encuentro -sedientos de Dios o simples curiosos- y son testimonio de una señal, como la Señora prometiera. Pero, para los pequeños, Lucía, Francisco y Jacinta, el último encuentro se vuelve en una permanente evocación de que son llamados a hacer de sus vidas una bendición (Gn 12,2).
«Os daré pastores según mi corazón» (Jr 3,15)
La vida de los pequeños pastores no dejó de ser marcada por el ritmo del corazón de Dios. El fiat dado a la Señora más brillante que el sol fue siendo permanentemente renovado por el deseo inocente de Lucía, Francisco y Jacinta de actualizar, en sus vidas, el enamoramiento de Dios. La presencia de Dios se vuelve, para los niños, terreno sagrado y, como Moisés, descalzo delante de la zarza ardiente (Ex 3,2-12), su intimidad es convertida en una postración en la presencia de aquella luz interior, que es Dios, que arde sin quemar. Es este el secreto inefable que los dinamiza. Esa Zarza Sagrada que les arde en el pecho, los despierta, tal como en otro momento sucedió a Moisés, para la misión de cuidar de los que viven en la esclavitud del pecado y de la ingratitud. Y así, delante de todos los otros, son presencia de la luz de Dios y, delante de Dios, son mediadores en favor de todos los otros. Sus vidas se vuelven en una ofrenda constante de todo lo que son y hacen -por insignificante que sea- por amor a Dios y a los pecadores.
Las vidas de Francisco, de Jacinta y de Lucía asumen esa vocación inseparablemente contemplativa, compasiva y anunciadora. Pero cada una de los niños asumirá con mayor relevo la especificidad de su llamamiento
Francisco, movido por su mirada interior sensible a la luz del Espíritu, siente la invitación a la adoración y a la contemplación. Se refugiaba detrás de una roca o encima del monte para rezar solito. Otras veces, quedaba largas horas en la iglesia parroquial, en la intimidad del silencio, para hacer compañía a Jesús escondido. Allí quedaba rezando y pensado en Dios, absorto en la contemplación del miestrio insondable de aquel que viene al encuentro del hombre. Francisco, y apenas él, con la mirada de su corazón, encuentra la tristeza de Dios cara a los sufrimientos del mundo, sufre con ella y desea consolarlo (M 145). El pequeño pastor que no oyera al Ángel ni a la Señora, apenas los vió, es el más contemplativo de los tres pastores. Como que sobresale, en la vida de este niño, que la contemplación brota de la escucha atenta del silencio que habla de Dios, del silencio en el que Dios habla. La actitud contemplativa de Francisco es la de dejarse habitar por la indecible presencia de Dios- «¡Yo sentía que Dios estaba en mi, pero no sabía cómo era!» (M 140) – y es esa presencia que se ha de transfigurar en acogimiento orante del otro. En Francisco se descubre una vida de contemplación.
La pequeña Jacinta traduce la alegría, la pureza y la generosidad de la fe, acogida como ofrenda del corazón de Dios y transformada en la insignificancia de su vida simple de niña en don agradable al corazón de Dios (Rm 12.1) en favor de la humanidad. La fuerza con la que la luz divina irrumpe en su vida de niña la arrebata definitivamente con una nueva dinámica que le hace desear ardientemente participar de su alegría. La pureza de su corazón alegre ha de aspirar a que todos puedan saborear, agradecidos y puros, la presencia y la alegría del corazón de Dios. Esa ansia de compartir el amor ardiente que sentía por los corazones de Jesús y de María hacía crecer su cuidado por los pecadores. Todos los pequeños detalles de su día de pastoreo, todos los incómodos de los cuestionarios sin fin a que era sometida, todas las contrariedades de su enfermedad eran motivo de ofrenda a Dios por la conversión de los pecadores. Otras veces, compartía con los pobres su merienda, ofreciendo su ayuno en sacrificio, como señal del don de su vida toda por amor de Dios y de la humanidad. Este rezar y sufrir por amor «era su ideal, era en lo que hablaba» (M 61). Esta era su alegría, la de vivir sumida en el amor de Cristo sufridor, al hecho de San Pablo: «me alegro en los sufrimientos que soporto por ti y completo en mi carne lo que falta a las aflicciones de Cristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia» (Cl 1,24). El fuego que traía en el pecho irradiaba y no dejaría de expandirse mientras no contagiase, por la dinamica teologal de la oración y del sacrifico, a todos los hombres y mujeres, particularmente a los hombres ingratos, esto es, a todos los que no se acogen en la Gracia. La vocación de Jacinta es la compasión.
Lucía acoge la misión de evangelizar; de dar a conocer la buena nueva de la misericordia de Dios, respondiendo al deseo de Dios de la misericordia de que el mundo se consagre al Corazón Inmaculado de María (M 175). Temprano, Lucía, comprende que en el centro de esta devoción al Inmaculado Corazón está la fuerza transformadora de la misericordia de Dios. Y ahí descubre su vocación de memorial de la «grandeza de las Divinas Misericordias» (M 190). De la misma manera que sucedió con Israel, llamado a ser la luz de las naciones (Is 49,6), la vida de Lucía se convierte en testimonio vivo de los designios de misericordia que Dios tiene para con la humanidad. De su vida humilde de pastora a la clausura de su congregación religiosa, Lucía es el testigo que se apaga para que brille incesantemente la luz del Secreto del Dios de la misericordia, ya definitivamente revelado por el Hijo y recordado en Fátima. En ella se entreve al testigo fiel de un don acogido y ofrecido al mundo.
«Yo te bendigo, Oh Padre, porque revelaste estas cosas a los pequeños» (Mt 11,25)
Las vidas de Francisco y de Jacinta fueron breves y simples. Apenas vivieron del Amor y para el Amor que se les revelara en la luz ofrecida por las manos de la Señora tan linda. Y eso fue todo. Al final del año 1918, Francisco y Jacinta son contagiados por una epidemia de bronco-neumonía. La Señora le había asegurado que irían para el Cielo en breve y, por eso, los niños comprenden que su hora se aproximaba.
Francisco morirá el 4 de abril de 1919 en su casa, en Aljustrel, y Jacinta el 20 de febrero de 1920, sola, en un hospital en Lisboa. El niño tenía diez años. La hermana tenía nueve. El sufrimiento de ambos, durante los meses de la enfermedad, fue asumido como un don de ellos por los pecadores, por la Iglesia, por la historia sufrida de los hombres y mujeres, a quien amaron hasta el extremo. Cuando, cierto día, la Señora volvió a aparecer a Jacinta para anunciarle que, después de sufrir mucho, moriría sola, en un hospital en Lisboa, y que la propia Señora la vendría a buscar para el Cielo, Jacinta exclama, llena de inocencia y de madurez: «Oh Jesús, ahora puedes convertir a muchos pecadores, porque este sacrificio es muy grande» (M 62).
¿Quién sospecharía que las vidas tan breves y simples fuesen capaces de tanto amor?
Lucía aún será testigo de un siglo sediento de Dios -de su Gracia y Misericordia- porque está demasiado envuelto en estratagemas de dominio y violencia. Como memorial de las gracias de Dios, ella continuará anunciando la vocación del Corazón Inmaculado, como camino a través del cual Dios rescata al Hombre con su amor. El diálogo inaugurado en Cova de Iria aún continuará sirviéndose de esta mujer consagrada, en otro momento pastora, que se convierte vidente de la presencia del Dios-misterio-de-comunión en los dramas del mundo y mensajera de la vida plena que Él ofrece. No dejará de repetir a las peticiones de la Señora de blanco: la conversión al Corazón Inmaculado de María, esa mujer singular que inaugura una forma de ser a la luz del Hijo; la reparación a través de los Primeros Sábados, esos sabath consagrados a Dios que evocan la liberación prometida.
Lucía aún verá a la Iglesia confirmando que el Secreto dejado en Fátima es eco del Evangelio. Y que, en el umbral de un nuevo milenio, las vidas de sus primos, pequeños niños serranos a quién Dios visitó, enseñan a toda la Iglesia un estilo creyente de apertura a los designios de misericordia y, por eso, ellos son beatos. Al final de este intenso recorrido espiritual, Lucía es acogida definitivamente por la luz de Dios el 13 de febrero del 2005.
Los pastorcitos vivieron intensamente la pasión de Dios por la humanidad. Y, así, fueron constituídos como profetas del amor de Dios y ofrecidos por Él al mundo como niños-pastores según su corazón (Jr 3,15).
As referências textuais às fontes de Fátima citadas no texto seguem as seguintes edições: Memórias da Irmã Lúcia I. 14.ª ed. Fátima: Secretariado dos Pastorinhos, 2010 [sob a abreviatura M seguida da(s) página(s)] e Como vejo a mensagem através dos tempos e dos acontecimentos. 2.ª ed. Fátima: Secretariado dos Pastorinhos, 2007 [sob a abreviatura CVM seguida da página].
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