Adoración
En su primera aparición, el Ángel se presenta como una invitación a la adoración a Dios. De rodillas, inclinado hasta el suelo, invita a los tres niños a la adoración que transforma la fe en esperanza y amor: «Dios mío yo creo, adoro espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman.» Este espíritu de adoración en la fe, que se abre en espíritu reparador en la esperanza y en el amor, está concretizada en la oración que el Ángel enseña a los pastorcitos en su última aparición: «Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y divinidad de Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Sacratísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.»
Fátima recuerda la centralidad de la adoración, como disposición interior que nos sitúa delante de Dios, misterio de gracia y misericordia. La gramática de la adoración es la entrega humilde de la existencia en las manos de Dios, el reconocimiento de Dios como Dios y de si mismo como hijo amado. Y, en ese proceso, se purifica el creyente, su mirada y su hacer, a la luz del amor con el que el propio Dios lo ama.
Los pastorcitos fueron pródigos en el espíritu de adoración. Sorprende el hecho contemplativo con el que Francisco buscaba el recogimiento y el silencio para «pensar en Dios» y para consolarlo.
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